lunes, 17 de diciembre de 2012

EL MAESTRO DE LÓPEZ ALBÚJAR

Escribe: RAÚL F. MOSCOL LEÓN 

Enrique López Albújar vivió, según lo cuenta en su libro autobiográfico "De Mi Casona", una odisea escolar durante su niñez en nuestra ciudad, lar al que llegó “días antes que estallase la guerra del 79, una mañana, al son de los tambores y las cornetas de las tropas que se ejercitaban en la plaza“. Arribó de Morropón para vivir con sus abuelos en la casona, vivienda que el paso del tiempo destruyó en la década del 80. Hoy, en su lugar, se levanta el Banco Continental, en pleno centro de la aldea. Así llamaba a Piura don Enrique. 
El autor de “Matalaché” empezó a estudiar en el colegio del maestro Piedra. Aquí conoció el látigo de tres lenguas,“un viejo gruñón y malvado, que por cualquier cosa mordía las nalgas de los niños”-, y la palmeta, “hembra taimada, carrilluda, glotona que se desvivía por sentir el estremecimiento y el ardor de las manos que tundía”. 
Después paso al colegio de Váscones, docente considerado como el terror de los mozos levantiscos y holgazanes, de aquel entonces. Al morir tempranamente su segundo maestro, Enrique López Albújar llegó al Colegio Nacional San Miguel, dirigido durante la guerra con Chile por Guillermo Ruidías. En el viejo claustro duró poco tiempo. No asimiló la disciplina, casi militar, que existía en el centenario plantel. 
“El Patriarca de las Letras Peruanas” recaló, después, en el centro educativo particular que formaron Guillermo Ruidías y Nicanor Arrunátegui. Asistió, luego, al Instituto Grau y antes de culminar su odisea escolar en el plantel de Mister Weiser -“una especie de invernadero para cierta clase de plantas delicadas y selectas”, como “los Helguero, Cueva, Navarrete, Seminario, Schaefer, Hilbck”-, estuvo en la escuela del señor de las tres tes: Tomás Teodoro Tejerina. 
Es decir: el espíritu rebelde de López Albújar, que años más tarde lo reflejaría en cada una de sus obras, lo llevó de colegio en colegio durante su primaria hasta que al fin conoció al maestro de sus sueños, pues ninguno de los educadores que tuvo en Piura caló tan hondo en él como Nicanor Calderón, un ecuatoriano nacido en Ambato, que llegó hasta la tierra del tondero, Morropón, “en los tristes y luctuosos días de nuestro desastre nacional y en horas en que la invasión chilena salpicaba también de sangre y oprobio las frentes piuranas al paso de sus botas”. Llegó, no como perseguido político, sino como “víctima de una enfermedad traidora e implacable”. 
De él, dice don Enrique en sus “Memorias”: 
"Me parece ver a mi inolvidable maestro trajeado invariablemente de dril blanco y sin mácula, alardeando de alta pulcritud en un medio donde la porquedad callejera parecía desafiarla... Sus ojos estaban siempre derramando bondad y tolerancia sobre las cabecitas infantiles y rara vez el rayo de la indignación o el azote de la reprimenda... Era tan hermoso de alma como de cuerpo; ni un desdén, ni una ofensa, ni una brutalidad, ni un asomo de pedantería. Todo lo contrario del clásico maestro de escuela, cuyos aforismos pedagógicos se sustentaban entonces en el látigo, la palmeta, la amenaza y la rutina". 
Don Enrique recuerda que Nicanor Calderón era un educador lleno de una riqueza moral inagotable. El singular espíritu de justicia de este maestro jamás incurrió en una debilidad y complacencia. El óptimo, el bueno, el malo y el pésimo para quien lo merecía... Para el triunfador una frase cariñosa, para el vencido una frase de aliento y “si para el niño dócil y pundonoroso tenía una sonrisa, una frase elogiosa, para el torpe y levantisco tenía un consejo, una promesa, una represión en privado, un suave reproche y tal vez un poco de comprensión paternal”.
Enrique López Albújar nunca olvido al maestro que le “enseñó a amar la gloria”. Siempre lo visitaba, cuando retornaba a Morropón, de sus vacaciones de San Marcos, donde estudiaba derecho. Acudía a sentarse a la sombra del hogar de don Nicanor Calderón, en los días de soledad del educador y mientras veía que una lepra mutilante le devoraba la mitad de los pies y casi todos los dedos de la mano, pensaba solamente en la grandeza moral de este hombre, “cien veces más heroico que un héroe de batalla”, como muchos maestros de hoy. 

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